Leyenda 8.- EL LADRÓN DE SAN ILDEFONSO.
Un joven cordobés, perteneciente a una adinerada familia de esa capital, escuchó en su ciudad hablar a alguien sobre un Santuario muy importante, que se encontraba en la cercana villa de Jaén y guardaba en su interior una gran cantidad de riquezas, ofrendas de los fieles a una Virgen que en él se veneraba.
Este joven, que a pesar de pertenecer a una familia a la que nada faltaba, tenía los defectos más despreciables que podamos imaginar, rebuscó más información sobre ese Santuario de Jaén.
Descubrió que en él se veneraba a la Virgen de la Capilla que, según decían, había bajado desde los cielos hasta esa ciudad para defenderla de la infiel morisma en un difícil momento. Por esta razón, tanto de la propia urbe como de las localidades cercanas, se hacían constantes homenajes en agradecimiento a tan milagroso hecho, que se traducían en obsequios, como hermosos mantos ricamente bordados en oro, valiosas alhajas, coronas forradas de las más preciadas piedras y un largo etcétera de tesoros que eran celosamente guardados en el Camarín de la Virgen.
Emocionado e inquieto con las noticias recibidas sobre el citado tesoro, despertó en él una gran codicia de riquezas. Este hecho hizo que planeara viajar hasta Jaén, ciudad en la que nadie le conocía, con la intención de hacerse con las valiosas joyas de la mencionada Virgen.
Una vez llegó a Jaén y ávido de terminar con la misión que se había propuesto, encaminó sus pasos hacia el Santuario de San Ildefonso, templo en el que se veneraba a la Virgen de la Capilla.
Accedió al edificio simulando un gran recogimiento espiritual. Participó en la misa que se celebraba en la Iglesia y quedó en actitud orante una vez finalizada la ceremonia. Allí estuvo esperando, reclinado y con gran disimulo, hasta que el templo quedó sin fieles.
Cuando vio que se había quedado solo, se dirigió rápidamente hacia la Capilla de la Virgen, guiando sus pasos hacia el Camarín. Accedió a la pequeña habitación sin vacilar, dando un rápido vistazo a la estancia y comprobando que no había nadie. Los datos recabados eran ciertos. Allí se acumulaban más riquezas de las que esperaba. Decidido, con los ojos brillantes de ansiedad, agarró un gran saco que le serviría para transportar el botín. En ese momento, dispuesto ya a comenzar el robo, miró a los ojos de la hermosa talla de María y sintió un profundo remordimiento por la acción que iba a cometer.
Agachó la cabeza, se arrodilló y le rezó un Ave María. A pesar del impacto que le causaron los ojos de la Virgen de la Capilla, se volvió a incorporar, le tapó la cabeza a la escultura con una tela que allí mismo encontró, y continuó su vil misión. De este modo la mirada de la Virgen no volvería a inquietarle en lo más mínimo.
Una vez introdujo en la saca una gran cantidad de objetos valiosos, advirtió que no podría cargar con más peso, decidiendo entonces salir del Camarín con mucho sigilo. Encontró de nuevo el templo sin fieles. Se dirigió hacia la puerta principal y salió del edificio con mucha cautela. Tomó con la rapidez de una liebre la calle que encontró enfrente y se dirigió hacia la Sierra de Jaén.
Cuando llegó a la sierra ya había oscurecido, pero decidió no descansar y continuar caminando durante toda la noche y sin reposo, satisfecho del botín que portaba a sus espaldas. Había conseguido una verdadera fortuna y merecía la pena el esfuerzo que estaba realizando. Imaginó cuántas cosas conseguiría con aquel botín, ufanándose de su vil hazaña y comenzando a sentirse tranquilo, ya que Jaén parecía haber quedado a muchas leguas de distancia.
Pronto advirtieron en el Santuario lo sucedido. La noticia del robo a la Virgen de la Capilla se extendió rápidamente. Toda la población quedó entristecida e indignada por tan sacrílego acto. Jamás había ocurrido algo semejante en aquella ciudad de honradas y devotas gentes.
Tal impacto causó el desgraciado acontecimiento, que no se hablaba de otra cosa en la capital. Pronto llegó la noticia del robo a las localidades más cercanas, lugares en los que también contaba con numerosos fieles la milagrosa Virgen.
A la mañana siguiente del hurto, el joven ladrón, muy cansado, divisó un hermoso pueblo de la serranía. Feliz y satisfecho de lo lejos que había quedado Jaén, se acercó hasta la pequeña y blanca localidad con intención de descansar.
Ese pueblo que tan bello le pareció al delincuente era Los Villares. No conocía el joven las buenas comunicaciones de la serranía jiennense, por lo que no pudo imaginar que el lugar donde decidió descansar, era una plaza tan cercana a la capital, que había recibido la noticia del blasfemo suceso muchas horas antes de la llegada del ladrón.
Inmediatamente sospecharon los villariegos al ver a un forastero que iba cargado con un enorme saco. Procedieron a detenerlo, abrieron el costal y descubrieron el tesoro robado. El cordobés no tuvo más remedio que aceptar su culpa, confesando ante las autoridades locales. Marchó preso hasta Jaén para ser juzgado por la infame acción cometida.
Un revuelo de alegría sacudió los afectados corazones de los fieles jiennenses, cuando se extendió la noticia de que el ladrón había sido capturado y el botín recuperado.
El juez dictaminó para el acusado la pena más dura. Fue condenado a muerte. Se ejecutó la sentencia en la Plaza de San Ildefonso, públicamente, para que viera el pueblo cómo se pagaba ante la justicia semejante sacrilegio.
En esa plazoleta recibió la muerte de manos del verdugo. Posteriormente le fueron separados los miembros del cuerpo, quedando la cabeza del delincuente colgada en una de las fachadas de San Ildefonso.
Una vez se retiró la cabeza del condenado, se colocó en el mismo lugar otra de piedra tallada.
Todavía hoy, la cabeza de piedra que nos recuerda el despreciable hurto, continúa colocada en una de las portadas del templo. Se encuentra en la fachada norte del Santuario. En la parte superior derecha, en el límite del tejado y sobre uno de los contrafuertes, permanece tallada en piedra, para recuerdo de propios y extraños, la cabeza del miserable ladrón que tuvo la imperdonable osadía de robar el tesoro de la Virgen de Capilla.
©Rafael Cámara Exposito.
Este joven, que a pesar de pertenecer a una familia a la que nada faltaba, tenía los defectos más despreciables que podamos imaginar, rebuscó más información sobre ese Santuario de Jaén.
Descubrió que en él se veneraba a la Virgen de la Capilla que, según decían, había bajado desde los cielos hasta esa ciudad para defenderla de la infiel morisma en un difícil momento. Por esta razón, tanto de la propia urbe como de las localidades cercanas, se hacían constantes homenajes en agradecimiento a tan milagroso hecho, que se traducían en obsequios, como hermosos mantos ricamente bordados en oro, valiosas alhajas, coronas forradas de las más preciadas piedras y un largo etcétera de tesoros que eran celosamente guardados en el Camarín de la Virgen.
Emocionado e inquieto con las noticias recibidas sobre el citado tesoro, despertó en él una gran codicia de riquezas. Este hecho hizo que planeara viajar hasta Jaén, ciudad en la que nadie le conocía, con la intención de hacerse con las valiosas joyas de la mencionada Virgen.
Una vez llegó a Jaén y ávido de terminar con la misión que se había propuesto, encaminó sus pasos hacia el Santuario de San Ildefonso, templo en el que se veneraba a la Virgen de la Capilla.
Accedió al edificio simulando un gran recogimiento espiritual. Participó en la misa que se celebraba en la Iglesia y quedó en actitud orante una vez finalizada la ceremonia. Allí estuvo esperando, reclinado y con gran disimulo, hasta que el templo quedó sin fieles.
Cuando vio que se había quedado solo, se dirigió rápidamente hacia la Capilla de la Virgen, guiando sus pasos hacia el Camarín. Accedió a la pequeña habitación sin vacilar, dando un rápido vistazo a la estancia y comprobando que no había nadie. Los datos recabados eran ciertos. Allí se acumulaban más riquezas de las que esperaba. Decidido, con los ojos brillantes de ansiedad, agarró un gran saco que le serviría para transportar el botín. En ese momento, dispuesto ya a comenzar el robo, miró a los ojos de la hermosa talla de María y sintió un profundo remordimiento por la acción que iba a cometer.
Agachó la cabeza, se arrodilló y le rezó un Ave María. A pesar del impacto que le causaron los ojos de la Virgen de la Capilla, se volvió a incorporar, le tapó la cabeza a la escultura con una tela que allí mismo encontró, y continuó su vil misión. De este modo la mirada de la Virgen no volvería a inquietarle en lo más mínimo.
Una vez introdujo en la saca una gran cantidad de objetos valiosos, advirtió que no podría cargar con más peso, decidiendo entonces salir del Camarín con mucho sigilo. Encontró de nuevo el templo sin fieles. Se dirigió hacia la puerta principal y salió del edificio con mucha cautela. Tomó con la rapidez de una liebre la calle que encontró enfrente y se dirigió hacia la Sierra de Jaén.
Cuando llegó a la sierra ya había oscurecido, pero decidió no descansar y continuar caminando durante toda la noche y sin reposo, satisfecho del botín que portaba a sus espaldas. Había conseguido una verdadera fortuna y merecía la pena el esfuerzo que estaba realizando. Imaginó cuántas cosas conseguiría con aquel botín, ufanándose de su vil hazaña y comenzando a sentirse tranquilo, ya que Jaén parecía haber quedado a muchas leguas de distancia.
Pronto advirtieron en el Santuario lo sucedido. La noticia del robo a la Virgen de la Capilla se extendió rápidamente. Toda la población quedó entristecida e indignada por tan sacrílego acto. Jamás había ocurrido algo semejante en aquella ciudad de honradas y devotas gentes.
Tal impacto causó el desgraciado acontecimiento, que no se hablaba de otra cosa en la capital. Pronto llegó la noticia del robo a las localidades más cercanas, lugares en los que también contaba con numerosos fieles la milagrosa Virgen.
A la mañana siguiente del hurto, el joven ladrón, muy cansado, divisó un hermoso pueblo de la serranía. Feliz y satisfecho de lo lejos que había quedado Jaén, se acercó hasta la pequeña y blanca localidad con intención de descansar.
Ese pueblo que tan bello le pareció al delincuente era Los Villares. No conocía el joven las buenas comunicaciones de la serranía jiennense, por lo que no pudo imaginar que el lugar donde decidió descansar, era una plaza tan cercana a la capital, que había recibido la noticia del blasfemo suceso muchas horas antes de la llegada del ladrón.
Inmediatamente sospecharon los villariegos al ver a un forastero que iba cargado con un enorme saco. Procedieron a detenerlo, abrieron el costal y descubrieron el tesoro robado. El cordobés no tuvo más remedio que aceptar su culpa, confesando ante las autoridades locales. Marchó preso hasta Jaén para ser juzgado por la infame acción cometida.
Un revuelo de alegría sacudió los afectados corazones de los fieles jiennenses, cuando se extendió la noticia de que el ladrón había sido capturado y el botín recuperado.
El juez dictaminó para el acusado la pena más dura. Fue condenado a muerte. Se ejecutó la sentencia en la Plaza de San Ildefonso, públicamente, para que viera el pueblo cómo se pagaba ante la justicia semejante sacrilegio.
En esa plazoleta recibió la muerte de manos del verdugo. Posteriormente le fueron separados los miembros del cuerpo, quedando la cabeza del delincuente colgada en una de las fachadas de San Ildefonso.
Una vez se retiró la cabeza del condenado, se colocó en el mismo lugar otra de piedra tallada.
Todavía hoy, la cabeza de piedra que nos recuerda el despreciable hurto, continúa colocada en una de las portadas del templo. Se encuentra en la fachada norte del Santuario. En la parte superior derecha, en el límite del tejado y sobre uno de los contrafuertes, permanece tallada en piedra, para recuerdo de propios y extraños, la cabeza del miserable ladrón que tuvo la imperdonable osadía de robar el tesoro de la Virgen de Capilla.
©Rafael Cámara Exposito.
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